Reconciliarnos con la sabiduría de la naturaleza.
El mundo en que vivimos hoy, es el fruto de millones y millones de años de evolución. Nosotros mismos, la especie humana, somos el resultado del sigiloso trabajo de la naturaleza, que nos ha forjado célula a célula, molécula tras molécula, desde los albores de la noche de los tiempos. Y esta es tan solo una pequeña muestra de una sabiduría que escapa a cualquier noción del saber; más grande que todas las conquistas científicas y tecnológicas con las que el hombre moderno ha expandido sus propios límites, y que constituyen los pilares del modelo de desarrollo reinante, donde las posesiones materiales son elevadas a la categoría de dioses de la felicidad, por encima de la salud o la familia.
La Tierra, es el nombre de este oasis galáctico en el que todas las criaturas sin importar el tamaño, la forma o la especie, compartimos un viaje a toda velocidad por el cosmos. Esta es nuestra casa común, obra de arte de aquella naturaleza rebosante de sapiente diversidad a la que cada habitante del planeta se debe por completo, pero de la cual el hombre moderno se ha divorciado, por estar ocupado edificando su ingenuo castillo de fragilidades, al que se ha dado por llamar: civilización.
Sin embargo, en siglos pasados los pueblos originarios y ancestrales, tenían claro lo que hoy ciencias como la ecología o la biología confirmaron: no estamos por fuera de la naturaleza, somos parte de ella, su suerte es nuestra suerte; no somos el tejedor de la gran trama, somos uno de sus humildes hilos; no la gobernamos, ella nos gobierna “conectando todo con todo”. En tiempos de pandemia, esto está más que demostrado: la naturaleza siempre tiene la última palabra; ha existido, existe y seguirá existiendo, con o sin nosotros.
Declarar la guerra a las fuerzas de la naturaleza, es declararnos la guerra a sí mismos y caminar hacia el abismo del suicidio colectivo de la especie; es responder con torpe egoísmo al generoso llamado de una sabiduría natural que no conoce fronteras, estratos sociales o ideologías, y que aún cuando ha sido abandonada en medio de la búsqueda humana de una comodidad jamás vista, todavía resuena en cada organismo.
Aún así, nos sentimos lejanos y superiores al resto de seres con los que cohabitamos el planeta; pero la realidad es distinta, más modesta: no somos mejores que una bacteria, un virus o la hierba verde de los campos, somos diferentes, solo eso; nuestra condición humana es tan natural como el hongo que devora la materia orgánica en cualquier desprevenido rincón del bosque, permitiendo que el ciclo de la vida sea renovado una y otra vez; tan natural como las cucarachas de nuestras alacenas, tan natural como la energía que dio origen a soles y planetas.
El astrónomo Carl Sagan decía con mucha razón: “somos hijos de las estrellas”. Esta es una verdad que hoy, más que nunca, cobra vigencia, y que es un poderoso pretexto para emprender ese necesario viaje de retorno a la naturaleza que somos y empezar a comprender su lenguaje lleno de senectud y sapiencia. La buena noticia es que ese lenguaje permanece allí, esperando por el reencuentro; jamás ha sido borrado, aunque sí, silenciado. Este es un retorno que no podemos evadir o posponer, ya que entraña la clave del futuro de la vida misma. No en vano, el destino de la especie humana depende de la capacidad que tengamos de volver a abrazarnos con la naturaleza, que sabiamente fue llamada por los antiguos: Pacha Mama, no para someterla a los intereses de los poderes económicos de turno, sino para danzar al antojo de sus designios, pues, al fin de cuentas ella siempre sabe lo que hace.
La humanidad no puede seguir jugando a ser mercader de todo lo viviente, y nosotros desde lo personal, no podemos obedecer los pasos de este juego macabro. Este no es el único modo de vivir, existen otras posibilidades, y la naturaleza, como una gran enciclopedia de milenarios conocimientos, nos provee de incontables ejemplos que enseñan a vivir en conexión con todo lo creado, y que el tiempo, la vida y la salud, no son lujosas mercancías, sino derechos biológicos fundamentales.
Tampoco podemos seguir anclados a la ilusión de que la cura a todos los problemas de nuestra especie se encuentra exclusivamente en los enormes avances de la ciencia, la técnica y la tecnología. Es imposible que estos logros, alcanzados en la historia reciente, puedan igualar o superar el trabajo que la naturaleza ha venido realizando durante eones ¿Es posible replicar el ciclo del agua a escala global? ¿Se puede reemplazar el Amazonas por un respirador artificial para el planeta? ¿Podemos replicar un reciclaje tan eficiente como el que hacen ciertos microorganismos? ¿Podríamos viajar y colonizar otros mundos, cuando este se encuentre arruinado sin remedio? La repuesta es obvia.
No se trata de desconocer el épico viaje del hombre a lo largo y oscuro de los siglos, o de hacer un exagerado énfasis en sus errores, tachándolo de rebelde sin causa de la naturaleza; se trata de resaltar la urgencia de volver la mirada a las raíces primordiales de la especie y quizá, retornar al pasado para acariciar, al menos un poco el futuro. En otras palabras, aprender de la naturaleza y seguir sus antiquísimas enseñanzas; decisión que seguramente traería beneficios en todos los campos de la vida humana: educación, política, salud, cultura, tecnología, etc.
Hoy más que nunca, en medio de una sociedad en crisis, es preciso escapar a los mandamientos de lo artificial, desechable, superfluo, ultraprocesado e hiperveloz, para poder hallar resguardo en la sabiduría de la naturaleza, a la que le debemos todo lo que somos y seremos, aun cuando el mercado con estridente ambición ordene lo contrario.